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martes, 13 de agosto de 2013

TRILOGÍA INACABADA

Algunas veces no soy yo quien elige el tema para escribir, sino que éste me elige a mi. Eso ha ocurrido esta mañana, cuando recién levantado mis retinas en modo “autofocus” estaban intentando amoldarse al entorno. Con un acto reflejo he conectado la radio, y en ese mismo momento comenzaba la canción “Andante, andante”, en su versión en inglés, de Abba.
Ha sido como recibir una inyección de adrenalina. Miles de imágenes han inundado esas retinas del alma, incluso escenas que creía olvidadas de un Londres de finales de 1978, hasta el comienzo de las Navidades de 1981.
Mis primeros días, comienzos de Diciembre, había nevado en Londres, y para las cuatro de la tarde, prácticamente, ya se hacía de noche. Pensaba que sabía inglés, y sin embargo no entendía ni “papa” de ese inglés sin profesor que hablaba lentamente y con gestos, mirándote, para que observaras el movimiento de sus labios.
El único español que importaba al “inglesito medio” era Severiano Ballesteros, y para ellos era prácticamente su hijo. Si llega ser un peñón, por ejemplo, ya se lo hubieran quedado también. Y como yo no era “Sevy”, y estaban hartos de gente sin sangre británica en sus venas, las pocas palabras que te cruzaban, sin pagar por recibir clase de su “clase”, eran pocas, y si las palabras tuvieran rostro, que lo tienen, serían mal encaradas.
No quiero, sin embargo, que con estos pensamientos se malinterprete una cierta hostilidad hacia La pérfida Albión. Muy al contrario, pero como dijo una vez Gonzalo Torrente Ballester, todos tenemos nuestros gozos y sombras, y gozar, también, gocé mucho en Londres, y eso que era, en mi caso, un Londres para cortos de bolsillo, e inmensos en ilusión.
Hacía mi vida, prácticamente, entre Holland Park y Notting Hill Gate, antes que se hiciera mundialmente famoso por una historia que realmente pudo pasar, pues era fácil poder encontrarse con caras conocidas del celuloide, como Terence Stamp, Edward Fox y Bob Hoskins.
Sin embargo, siempre recordaré la mirada triste de un David Hemmings, buscando el ser reconocido por aquel con quien se cruzaba a la salida de Holland Park, que en ese caso era este vecino del mundo, cuando todavía no había elegido ser vecino del mundo, aunque ya lo era.
Acostumbrado a verle joven y pletórico en la pantalla, me pareció, al cruzarme con él, muy mayor, y es que el original rubio de su pelo había sido ocultado por un blanco implacable. ¡Lo que hace la indolencia de la juventud! Calculando, muchos años después, solo tenía, si ya los había cumplido, cuarenta años. Y es que el Señor Hemmings, tuvo la suerte, o la desgracia, de triunfar muy joven, y así tuvo por delante mucho tiempo también, para ser olvidado.
Nunca más he vuelto a Londres, aquel Londres, en el que no importaba las pintas que llevabas, sino las que bebías de cerveza, rubia, roja o negra. Quizás, esos mismos colores, sirvan para resumir una vida. El rubio para los momentos inocentes y juveniles. El rojo para la de plenitud, y el negro, para lo que irremediablemente siempre viene, aunque no se le llame.
Nunca he querido volver a mi añorado Londres, por no cambiar mi película, pero más pronto que tarde habrá que añadir un nuevo capítulo. Ya que las buenas historias, se venden, por lo menos, en trilogía.

*FOTO: DE LA RED