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martes, 17 de marzo de 2020

QUE ME LO VEO VENIR...



Que me lo veo venir. Si los plazos se habían acortado, y ahora una cosa que se repite en dos años, es decir, en dos veces, ya es tradición, lo de aplaudir en los balcones por la noche puede acabar como el rosario de la famosa Aurora.

El ritual del balconing del coronavirus se va a convertir en lo que en los años sesenta y setenta en la radio se conocía como “discos dedicados” y ya se han comenzado a oír canciones como “Resistiré”, “Color esperanza", y en lugares cercanos, donostiarras, “Txoria txori”, y la tamborrada. Al margen de que ya han surgido hasta disc-jockeys de balcón e incluso deportistas jugando al ping-pong de ventana a ventana.



Que me lo veo venir. Que nuestro momento de gloria va ser también nuestro cadalso, y antes moriremos de una pulmonía doble, como las que se cogían antes (porque aquello sí que eran pulmonías, oiga) ganada en nuestro balcón a fuerza de aplausos y de exaltación espiritual por todo lo que se menee.

Y en el fondo, todo ésto no deja de ser “ver los toros desde la barrera”, o pan y circo.

En lo que nos dejan de dirigir unos, nos dirigimos nosotros mismos, pero siempre en unión. Porque si algún día, Dios no lo quiera, nos damos cuenta de que somos tontos, lo seremos pero todos, para que nadie hable.

Pero que conste que lo de los festejos en los balcones no deja de ser otra forma de la verbena pura y dura. Y es que cada uno hace lo que sabe. 

En cualquier momento, y eso que ahora están fuera de juego, se nos unen los de la pérfida Albión, en su versión de Magaluf, y como su primer ministro, Boris Johnson, ya cuenta de antemano con que va a haber muchísimas bajas, su último show antes de lanzarse a los bordes de cualquier piscina, puede ser una especie de actuación samurai pasados por cerveza en cantidades ingentes.

Esto del coronavirus todavía nos va a traer grandes sorpresas, que sean buenas ya es otra cosa…

*FOTO: DE LA RED

martes, 13 de agosto de 2013

TRILOGÍA INACABADA

Algunas veces no soy yo quien elige el tema para escribir, sino que éste me elige a mi. Eso ha ocurrido esta mañana, cuando recién levantado mis retinas en modo “autofocus” estaban intentando amoldarse al entorno. Con un acto reflejo he conectado la radio, y en ese mismo momento comenzaba la canción “Andante, andante”, en su versión en inglés, de Abba.
Ha sido como recibir una inyección de adrenalina. Miles de imágenes han inundado esas retinas del alma, incluso escenas que creía olvidadas de un Londres de finales de 1978, hasta el comienzo de las Navidades de 1981.
Mis primeros días, comienzos de Diciembre, había nevado en Londres, y para las cuatro de la tarde, prácticamente, ya se hacía de noche. Pensaba que sabía inglés, y sin embargo no entendía ni “papa” de ese inglés sin profesor que hablaba lentamente y con gestos, mirándote, para que observaras el movimiento de sus labios.
El único español que importaba al “inglesito medio” era Severiano Ballesteros, y para ellos era prácticamente su hijo. Si llega ser un peñón, por ejemplo, ya se lo hubieran quedado también. Y como yo no era “Sevy”, y estaban hartos de gente sin sangre británica en sus venas, las pocas palabras que te cruzaban, sin pagar por recibir clase de su “clase”, eran pocas, y si las palabras tuvieran rostro, que lo tienen, serían mal encaradas.
No quiero, sin embargo, que con estos pensamientos se malinterprete una cierta hostilidad hacia La pérfida Albión. Muy al contrario, pero como dijo una vez Gonzalo Torrente Ballester, todos tenemos nuestros gozos y sombras, y gozar, también, gocé mucho en Londres, y eso que era, en mi caso, un Londres para cortos de bolsillo, e inmensos en ilusión.
Hacía mi vida, prácticamente, entre Holland Park y Notting Hill Gate, antes que se hiciera mundialmente famoso por una historia que realmente pudo pasar, pues era fácil poder encontrarse con caras conocidas del celuloide, como Terence Stamp, Edward Fox y Bob Hoskins.
Sin embargo, siempre recordaré la mirada triste de un David Hemmings, buscando el ser reconocido por aquel con quien se cruzaba a la salida de Holland Park, que en ese caso era este vecino del mundo, cuando todavía no había elegido ser vecino del mundo, aunque ya lo era.
Acostumbrado a verle joven y pletórico en la pantalla, me pareció, al cruzarme con él, muy mayor, y es que el original rubio de su pelo había sido ocultado por un blanco implacable. ¡Lo que hace la indolencia de la juventud! Calculando, muchos años después, solo tenía, si ya los había cumplido, cuarenta años. Y es que el Señor Hemmings, tuvo la suerte, o la desgracia, de triunfar muy joven, y así tuvo por delante mucho tiempo también, para ser olvidado.
Nunca más he vuelto a Londres, aquel Londres, en el que no importaba las pintas que llevabas, sino las que bebías de cerveza, rubia, roja o negra. Quizás, esos mismos colores, sirvan para resumir una vida. El rubio para los momentos inocentes y juveniles. El rojo para la de plenitud, y el negro, para lo que irremediablemente siempre viene, aunque no se le llame.
Nunca he querido volver a mi añorado Londres, por no cambiar mi película, pero más pronto que tarde habrá que añadir un nuevo capítulo. Ya que las buenas historias, se venden, por lo menos, en trilogía.

*FOTO: DE LA RED