martes, 27 de diciembre de 2011

LA NAVE DEL OLVIDO

La respiración entrecortada no me dejaba pensar. Ahora que por unos momentos podía recapacitar no recordaba ni de dónde venía, ni dónde estaba.
De la poca luz que entraba de unos ventanales cegados, se podía adivinar, más que ver, el contorno de una gran nave llena de cajas de madera.
Me daba cuenta de que por mi actitud me estaba escondiendo de alguien, pero no recordaba de quién. Se oían pasos precipitados con eco, y frases que por la entonación eran ordenes.
Me subí entre varias cajas, y me alejé de uno de los muchos pasillos que se formaban entre cajas y cajas. Por debajo pasaron dos parejas de militares, por la ropa me recordaban mucho a los ertzainas pero en colores blanco y azul. Era lógico, entre lo poco que recordaba sabía que estaba en Donosti, pues de vez en cuando tenía algún flashback, en el que primero me veía corriendo por las esquinas de la Montaña suiza, del Monte Igueldo, y en un momento dado una pareja de esos militares me iban a detener cuando tras un estruendo empezó a pasar uno de los trenes todo lleno de japoneses disparando con sus cámaras. Ya solo el tren me separaba de los militares, por lo que utilizando el látigo de mi mano derecha, lo enrollé sobre una de las bigas, y antes de que pasara el último vagón, me había balanceado y saltado sobre la maleza, a apenas unos metros de uno de los acantilados por los que pasa esta atracción. Ya no me veía la pareja txuri-urdin, y lo siguiente que recuerdo me situaba ya en este pabellón.
Aprovechando la presunta tranquilidad de este momento, me bajé de las cajas, y mientras pasaba al lado de un espejo que reposaba de una de las paredes, me vi vestido de aventurero modelo Indiana Jones, además dicho sea de paso, lleno de polvo.
Intentando salir del pabellón me fijé en las cajas que en esa zona cada vez eran más nuevas, pensando que es probable que la salida estuviera cerca, porque cada vez había más luz.
Ahora las cajas se veían perfectamente, y me dí cuenta de que con letras de molde negras, en cada una de ellas había un nombre. En la caja que tenía al lado ponía “Pasarela de Monpas”, en otra de al lado constaba “Metro de Donosti”. Estaba ya en la primera fila cuando de pronto se oyó el abrir de una puerta, mientras un haz de luz entró en el recinto, a la vez de que unos pasos apresurados se acercaban.
Solo me dió tiempo a tumbarme detrás de una caja que estaba en la primera fila y en la que ponía “Tren de Alta Velocidad”. Tras pasar tres parejas de militares, y cuando ya no se les veía, me levanté, y al irme observé que la última caja estaba abierta y se notaba que había sido manipulada muchas veces. Dentro había gran cantidad de planos, y fuera ponía “Estación de Autobuses”.
Aprovechando la ocasión salí de la nave haciendo el camino inverso de las tres parejas txuri-urdin que acababan de pasar.
La enorme puerta que tenía a mi lado parecía la entrada principal del edificio. Me coloqué el sombrero de tal manera que evitara que la luz rompiente me cegará. Tras advertir que fuera no se veía ningún movimiento extraño, abrí la puerta y salí a toda velocidad, bajando los escalones exteriores de un brinco. Me aproximé a la verja de salida como último impedimento a mi libertad. Al mirar para atrás, para comprobar si era seguido, me dí cuenta del edificio en el que había estado encerrado, y entonces comprobé para qué se utilizaba una construcción que desde que comenzó a reformarse fue motivo de polémica.
Tabakalera se había convertido en una especie de cementerio de obras que un día el gobierno donostiarra de turno pensó en algún momento llevar a cabo.
Lo que me dió más tristeza fue recordar la última caja que estaba abierta todavía, aunque ya la tapa tenía colocados los clavos y una leyenda en él: “Donosti 2016”.
Entonces, y por triste asociación me acordé de aquella vieja canción que decía:

Espera,
aún la nave del olvido no ha partido
no condenemos al naufragio lo vivido
por nuestro ayer,
por nuestro amor, yo te lo pido.
*FOTO: DE LA RED 

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